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Sonrisa y poesía, Roberto Benigni

 
 
Benigni - Vatican Media
Benigni – Vatican Media

Relato del encuentro celebrado en Roma, con motivo de la Jornada Mundial de los Niños, entre el Papa Francisco, Roberto Benigni y miles de niños reunidos en la Plaza de San Pedro. Un encanto de palabras y sanos consejos también para los adultos. Hemos tratado de sintetizarlos en este artículo.

En palabras de Roberto Benigni, del 26 de mayo, brillan los valores de la esperanza y el optimismo. De su sonrisa a veces sutil, a menudo abierta y esencialmente constante, florece la capacidad de alejar la desconfianza y, todavía peor, la resignación. Sus 24 minutos en la Plaza de San Pedo, con el Papa Francisco detrás y miles de niños en la gran plaza, son un canto regenerador de serenidad y positividad.

Se siente el paso de Dios en el corazón del comediante; se respira el milagro de lo divino, la experiencia del gran encuentro, tan auténticas suenan sus palabras. En la pasión de Benigni está el fruto de esa relación encarnada en el deseo conmovedor de entregarse a los demás. Para ofrecerle, especialmente a los más pequeños, y a todos, buenas noticias. Para aliviar sus corazones y los nuestros, cada vez más preocupados por lo que sucede en el mundo.

El premio Oscar por La vida es bella, habla del futuro de manera constructiva y optimista más allá de los mil problemas. Nos invita a pensar que en medio de la multitud bulliciosa que tiene delante, podrían estar los Miguel Ángel del mañana, los Galileo, los Montalcini. Un Papa. Elogia la condición misma de la infancia, que “mira con el corazón” e indica el camino hacia el Reino de los Cielos, sinónimo de plenitud y felicidad, a pesar de todo, ya en la Tierra.

Invita a los niños a soñar y les explica cómo hacerlo: con los ojos abiertos. Leyendo, observando, escribiendo, inventando, viviendo plenamente la vida, «con todas las emociones». Aprendiendo “todas las palabras posibles que puedan». Porque nos sentimos mal si no tenemos palabras que son una herramienta fundamental y sagrada. «Las palabras más sensatas que he oído en la vida -recuerda Benigni- las dijo Jesús».

Son 24 minutos de dulces y cultas caricias, que Benigni trae a nuestros rostros. Paternas, alentadoras. Los cuentos de hadas, por ejemplo, «no sirven para recordar a los niños que hay dragones, sino que a los dragones se les puede derrotar». Las fábulas pueden hacerse realidad. Menciona dos veces a Giani Rodari, Maestro.

El irresistible Roberto no miente: no omite la complejidad de la vida en su conmovedor monólogo. Hecho de dudas, que sin embargo no deberían dar miedo. Ni siquiera las inseguridades. ¡Se necesitan! Como errores. Cada historia es única. Cada niño debe ser él mismo, «el héroe de su vida» y posiblemente «convertirse en el adulto que hubiera querido tener a su lado cuando era niño» de la misma manera que cada «adulto tendría que hacer una fiesta todos los días para los niños».

Sin embargo, es importante que el niño ame lo que hace, que se divierta y haga bien lo que la vida le pide que haga. Y pedir ayuda cuando se enfrenta a dificultades. «Tomen sus vidas en sus propias manos y hagan de ella una obra maestra -expresa claramente- hagan el mundo más bello».

Una frase llena de futuro, precisamente y de cristianismo, porque todos estamos llamados a cultivar aquella tierra, entendida también como don de la vida, que nos ha sido donada. El cristiano, nos recuerda Benigni con su sentido discurso, tiene el deber -que también es placer- de pensar en el Planeta después de él. Es un acto de amor natural. Inherente a nuestra identidad humana moldeada por Dios.

El autor de Vergaio deja “escapar” aquel «nosotros no hemos logrado» que recuerda cuánto trabajo queda por hacer, lo lejos que estamos, para hacer el mundo más unido, más en paz y más libre. Explica con esa mezcla de sencillez y eficacia que lo hace excepcional, cómo cada vida pueda aportar la «propia contribución al bien o al mal». La elección es nuestra, el deber de mirarnos primero a nosotros mismos y luego a los demás. A quienes es necesario intentar dar «felicidad», insiste. A través de nuestra búsqueda del «bien».

El duende de Vergaio anima a los niños, y obviamente a todos nosotros, a ser «sensibles» y «profundamente buenos», como ha dicho Jesús. A amar, donde «amor es compasión infinita por el dolor que atraviesa la humanidad». «No esperen -continúa- a que el mundo se ocupe de ustedes, ocúpense ustedes del mundo».

Después, el pensamiento va a quienes (a menudo) hoy gobiernan el mundo: «Gente que no sabe lo que es el amor, que comete el pecado más estúpido: la guerra. Una palabra «fea», que ensucia todo». El compromiso, por tanto, el deber de cada uno es intentar «poner fin a la guerra», a esa guerra que significa «el fin del juego».

Luego, una pregunta infantil, por esto inmensa y justa. Necesaria y dolorosamente poética: «¿Por qué no se detienen en el primer niño que sale lastimado?». De poema en poema: el del verso amargo y potente de Eve Merriam: «Sueño con dar a luz a un niño que me pregunte: madre, ¿qué fue la guerra?».

Luego vuelve la luz: «Entre ustedes -intenta tranquilizar el actor- están aquellos que encontrarán la «palabra precisa para detener la guerra». «Debemos ayudarlo a buscarla». Debemos hacerlo con historias que los hagan reír».

El cierre de la intervención de un hombre que habiendo conservado el encanto, el asombro y la capacidad de juego de la infancia, vuelve a estar condimentada con una delicada y conmovedora poesía: «No hay nada más hermoso que la risa de un niño, y el día en que todos los niños del mundo rían, será el más bello de la historia del mundo».


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